Era masiva, tanto que las grasas migraron del sobre-habitado ensanche
a terrenos vírgenes i despejados, aunque lejanos, el corpóreo pedralbes.
La red de metro, que en otra época funcionó con puntualidad españolona se
estaba entorpeciendo día a día a marchas forzadas hasta el punto que su gracia
hacia demasiado tiempo que no enviaba emisarios a pedralbes, porque por el
camino solían haber colestéricos deslizamientos que las mataban a pesar de las
corazas de los acorazonados sentimientos.
Así fue haciéndose solitario, abandonado, hasta que un día, en su susto por el ostracismo, pedralbes empezó a correr, dándose,
en las prisas, golpes a diestro y siniestro.
En esta frenética carrera golpeó a queridos y odiados, a diestro y
siniestro, a derecha y a izquierda, destrozó gentes, amigos, bichos y pulgas,
siendo inútiles los gritos que el ensanche i gracia lanzaban con desesperación.
Insultos, malcaramientos; injurias y calumnias; embustes i plagios fueron
despejando de gentes la carretera por la que transitaba arrolladoramente,
siempre hacia delante: era su huida.
Pareciole que veía la luz, pareciole que encontraba un oasis en l’hospital(et)
de calma y tranquilidad, pero no era más que eso, un oasis, un fantasma que en
un momento de olvido no había enterrado lo bastante profundo y ahora volvía
para llenar sus vacíos sueños de terribles pesadillas.
Fue entonces, cuando en todo su infortunio, pedralbes recordó que hacia
años que no llegaba ningún metro, ni tan solo un retrasado autobús, de los
bajosfondos gracienses i ensanches. Se olvidó de correr. Paró. Empezó a
escarbar en toda la porquería de grasiento chocolate industrial que embozaba el
túnel, otra vez alocadamente, sin método, sin sentimiento, hasta que rendido
por el cansancio pedralbes apago la luz y se adormeció.
Quien sabe si despertó.
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